Tengo que contenerme para no echar a
correr, pero es que de repente siento la adrenalina atascada en mi esternón. No
corro; por favor, ni que fuera memo. Pero aprieto el paso hasta que considero
que estoy a la distancia suficiente. Doblo la esquina y espero a que mi corazón
deje de darme golpes contra las costillas. Me miro en la parada de autobús que
tengo delante. ¿Estoy rojo? ¿Por qué?
Cuando quiero darme cuenta, tengo medio cuerpo asomando por el
chaflán, mirando la distancia que mis piernas han puesto entre el pequeño
bailarín y yo. ¿Se puede saber qué estoy haciendo?
No me doy un bofetón porque parecería un demente. Pero echo a
andar rapidito, a ver si se me pasa la tontería. No lo entiendo. Mientras mis
dedos se enredan con los auriculares, me doy cuenta de que no lo entiendo.
Tampoco ha estado tan mal. Recuerdo los tacos saliendo de su boca y se me
escapa una sonrisilla. Qué rebelde, diciendo palabrotas. Algo me susurra que
quizá lo hacía para congraciarse conmigo, que tengo la lengua de estropajo del
malo.
Mientras busco la primera boca de metro, subo el volumen de la
música para terminar de evadirme. En realidad no sé hacia dónde me dirijo. Sólo
quiero flotar en la nada durante un rato. Nada puede romperme la burbuja. Ni
siquiera el teléfono, que está a punto de reventar porque Iván no deje de
llamarme. Le van a dar por saco; yo ya no voy hasta el culo del mundo para
probar un local de ensayo. Confío plenamente en su criterio, me digo, cuando
pongo un pie en el vagón y suena The Crow
and the Butterfly, de Shinedow. En sus manos lo dejo.
Se me explota la burbuja cuando Brent Smith canta “como un cuervo
persiguiendo una mariposa”. Mis ojos se pierden en lo negro del subterráneo y,
de repente, ya sé dónde voy.
Al cabo estoy llamando a la puerta con el león de mármol de
Carrara. Me giro y me peino un poco con las manos delante del espejo que hay en
el pasillo. Siempre intento ir decente cuando voy a ver a mi madre. Emilio me
abre la puerta, con su sonrisa escondida detrás de esos bigotes de antropólogo
inglés el siglo XIX. Se la devuelvo y le doy la mano.
—Ciao,
Emilio.
—Buenas tardes, signorino. Su madre no está en casa ahora mismo —me dice, antes de
que le pueda preguntar. Me sorprendo y ladeo la cabeza. La sornisa de Emilio no
desaparece, pero se hace más pequeña—. Me temo que tiene uno de “esos días”.
Usted ya sabe dónde encontrarla.
Asiento y casi corriendo voy hacia las
escaleras. No puedo esperar a que llegue el ascensor.
—Grazie,
Emilio!
Aún lo veo agitando la mano para
despedirme. Bajo corriendo las escaleras y sigo corriendo cuando llego a la
calle. El viejo pingüino no estaba hablando de la menstruación de mi madre, ni
mucho menos. Pero igual que las mujeres sangran cada veintiocho días, el ánimo
de mi madre experimenta un cambio una vez al mes. No es del todo regular, pero
se mantiene. Ese día, mi madre se convierte en una persona que el resto del
mundo calificaría como “normal”. Deja las extravagancias a un lado y
simplemente “es”.
A veces llama a sus amigas para salir
a comer o de compras. Ellas disfrutan muchísimo de los “días” de mi madre. Yo
no puedo soportarlos.
Pero cuando no está de paseo con
nadie, mi madre siempre va al mismo sitio. Con la lengua colgando, bajo la
escalinata de la Piazza di Spagna y la encuentro sentada en uno de los primeros
escalones, con la mirada perdida entre los turistas que se sacan millones de fotos
y que se llenan de aire los pulmones para emprender la subida hasta el obelisco
de arriba.
Se me hace un nudo en el pecho cuando
me pongo a su lado y susurro:
—Mamá.
Cuando la llamo, me siento como cuando
tenía siete años. Igual que un crío. Ella vuelve la cabeza despacio y me
sonríe. Se quita las gafas de sol y me dice, simplemente:
—Hola, cariño.
Me dejo caer a su lado y me da un beso
en la mejilla.
—¿Y esa guitarra? ¿Vienes de ensayar
con Iván?
—Qué va. Habíamos quedado para mirar
un nuevo local de ensayo, pero me he perdido —se ríe suavemente y me acaricia
la nuca. Entonces, se me ilumina la mente —. Me he encontrado con Romeo.
Los ojos de mi madre emiten un
destello.
—No me digas. ¿Y no lo has tirado al
río? —bromea. Yo le cuento lo que ha pasado. La presión en el pecho va
disminuyendo cuando veo que su sonrisa crece y crece. Sé que le hace ilusión
que haya seguido su consejo. Que la haya escuchado. Al final, hace un típico
comentario de madre —: ¿Lo ves? Te lo dije. Te dije que no podía ser tan malo.
Hasta te lo has pasado bien. Lo leo en tu cara.
Vuelvo el cuello bruscamente porque me
estoy sonrojando. Bueno, no ha estado mal, ¿y qué? Sigue siendo un crío pesado.
Mi madre se ríe y me coge de la mano. Romeo y su sonrisilla de idiota me dan
saltitos por la cabeza. Para espantarlo como a una mosca, me quedo mirando la
fuente y pregunto, sin pensarlo demasiado:
—¿Qué haces aquí sola, mamá?
La presión de sus dedos disminuye. Es
en ese momento cuando me doy cuenta de que acabo de cagarla. Espectacularmente.
—Me apetecía dar un paseo. Este sitio
me gusta mucho. Aquí nos conocimos tu padre y yo, ¿es que no te acuerdas?
Soy yo quien le aprieta la mano.
—Ven, vámonos. Vamos a dar un paseo—me
levanto y de un tirón la pongo de pie. La agarro del brazo como si fuera mi
pareja y le doy un beso en la sien—. Hoy te invito a cenar. Nos vamos los dos
juntos.
Ella se ríe, y sus carcajadas son una
suave pomada que enfría la hinchazón de mi interior.
—¿Cómo que nos vamos? ¿Dónde? ¿Tú y
yo?
—Sí. Esta noche yo soy su caballero,
joven signorina.
—Te pareces a tu abuelo —menea la
cabeza, pero coloca su mano libre sobre mi brazo y se muestra conforme con mi
repentino plan.
Cuando por fin vuelvo al piso y me
meto en la cama (después de decirle a Iván que estaba con mi madre y cerrarle
la puerta en las narices), me quedo trasteando con el móvil. Me quedo mirando
la foto que Emilio nos ha hecho cuando he ido a dejar a mi madre en casa. Sale abrazándome
por la cintura y exhibiendo con una enorme sonrisa la rosa que le he comprado a
un pakistaní que ha entrado en el restaurante. Aunque la imagen está como
naranja por la luz del salón, me gusta. La escojo para que sea mi foto de
perfil en la mensajería instantánea.
Estoy a punto de apagar el teléfono
para dormir cuando me llega un mensaje de Fran.
Estáis
guapísimos. Yo también quiero una rosa.