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¡Que te diviertas con Giulio y Romeo!


Att: 'Ma che cosa' STAFF

lunes, 25 de febrero de 2013

Giulio XXIV



Tengo que contenerme para no echar a correr, pero es que de repente siento la adrenalina atascada en mi esternón. No corro; por favor, ni que fuera memo. Pero aprieto el paso hasta que considero que estoy a la distancia suficiente. Doblo la esquina y espero a que mi corazón deje de darme golpes contra las costillas. Me miro en la parada de autobús que tengo delante. ¿Estoy rojo? ¿Por qué?
Cuando quiero darme cuenta, tengo medio cuerpo asomando por el chaflán, mirando la distancia que mis piernas han puesto entre el pequeño bailarín y yo. ¿Se puede saber qué estoy haciendo?
No me doy un bofetón porque parecería un demente. Pero echo a andar rapidito, a ver si se me pasa la tontería. No lo entiendo. Mientras mis dedos se enredan con los auriculares, me doy cuenta de que no lo entiendo. Tampoco ha estado tan mal. Recuerdo los tacos saliendo de su boca y se me escapa una sonrisilla. Qué rebelde, diciendo palabrotas. Algo me susurra que quizá lo hacía para congraciarse conmigo, que tengo la lengua de estropajo del malo.
Mientras busco la primera boca de metro, subo el volumen de la música para terminar de evadirme. En realidad no sé hacia dónde me dirijo. Sólo quiero flotar en la nada durante un rato. Nada puede romperme la burbuja. Ni siquiera el teléfono, que está a punto de reventar porque Iván no deje de llamarme. Le van a dar por saco; yo ya no voy hasta el culo del mundo para probar un local de ensayo. Confío plenamente en su criterio, me digo, cuando pongo un pie en el vagón y suena The Crow and the Butterfly, de Shinedow. En sus manos lo dejo.
Se me explota la burbuja cuando Brent Smith canta “como un cuervo persiguiendo una mariposa”. Mis ojos se pierden en lo negro del subterráneo y, de repente, ya sé dónde voy.
Al cabo estoy llamando a la puerta con el león de mármol de Carrara. Me giro y me peino un poco con las manos delante del espejo que hay en el pasillo. Siempre intento ir decente cuando voy a ver a mi madre. Emilio me abre la puerta, con su sonrisa escondida detrás de esos bigotes de antropólogo inglés el siglo XIX. Se la devuelvo y le doy la mano.
Ciao, Emilio.
—Buenas tardes, signorino. Su madre no está en casa ahora mismo —me dice, antes de que le pueda preguntar. Me sorprendo y ladeo la cabeza. La sornisa de Emilio no desaparece, pero se hace más pequeña—. Me temo que tiene uno de “esos días”. Usted ya sabe dónde encontrarla.
Asiento y casi corriendo voy hacia las escaleras. No puedo esperar a que llegue el ascensor.
Grazie, Emilio!
Aún lo veo agitando la mano para despedirme. Bajo corriendo las escaleras y sigo corriendo cuando llego a la calle. El viejo pingüino no estaba hablando de la menstruación de mi madre, ni mucho menos. Pero igual que las mujeres sangran cada veintiocho días, el ánimo de mi madre experimenta un cambio una vez al mes. No es del todo regular, pero se mantiene. Ese día, mi madre se convierte en una persona que el resto del mundo calificaría como “normal”. Deja las extravagancias a un lado y simplemente “es”.
A veces llama a sus amigas para salir a comer o de compras. Ellas disfrutan muchísimo de los “días” de mi madre. Yo no puedo soportarlos.
Pero cuando no está de paseo con nadie, mi madre siempre va al mismo sitio. Con la lengua colgando, bajo la escalinata de la Piazza di Spagna y la encuentro sentada en uno de los primeros escalones, con la mirada perdida entre los turistas que se sacan millones de fotos y que se llenan de aire los pulmones para emprender la subida hasta el obelisco de arriba.
Se me hace un nudo en el pecho cuando me pongo a su lado y susurro:
—Mamá.
Cuando la llamo, me siento como cuando tenía siete años. Igual que un crío. Ella vuelve la cabeza despacio y me sonríe. Se quita las gafas de sol y me dice, simplemente:
—Hola, cariño.
Me dejo caer a su lado y me da un beso en la mejilla.
—¿Y esa guitarra? ¿Vienes de ensayar con Iván?
—Qué va. Habíamos quedado para mirar un nuevo local de ensayo, pero me he perdido —se ríe suavemente y me acaricia la nuca. Entonces, se me ilumina la mente —. Me he encontrado con Romeo.
Los ojos de mi madre emiten un destello.
—No me digas. ¿Y no lo has tirado al río? —bromea. Yo le cuento lo que ha pasado. La presión en el pecho va disminuyendo cuando veo que su sonrisa crece y crece. Sé que le hace ilusión que haya seguido su consejo. Que la haya escuchado. Al final, hace un típico comentario de madre —: ¿Lo ves? Te lo dije. Te dije que no podía ser tan malo. Hasta te lo has pasado bien. Lo leo en tu cara.
Vuelvo el cuello bruscamente porque me estoy sonrojando. Bueno, no ha estado mal, ¿y qué? Sigue siendo un crío pesado. Mi madre se ríe y me coge de la mano. Romeo y su sonrisilla de idiota me dan saltitos por la cabeza. Para espantarlo como a una mosca, me quedo mirando la fuente y pregunto, sin pensarlo demasiado:
—¿Qué haces aquí sola, mamá?
La presión de sus dedos disminuye. Es en ese momento cuando me doy cuenta de que acabo de cagarla. Espectacularmente.
—Me apetecía dar un paseo. Este sitio me gusta mucho. Aquí nos conocimos tu padre y yo, ¿es que no te acuerdas?
Soy yo quien le aprieta la mano.
—Ven, vámonos. Vamos a dar un paseo—me levanto y de un tirón la pongo de pie. La agarro del brazo como si fuera mi pareja y le doy un beso en la sien—. Hoy te invito a cenar. Nos vamos los dos juntos.
Ella se ríe, y sus carcajadas son una suave pomada que enfría la hinchazón de mi interior.
—¿Cómo que nos vamos? ¿Dónde? ¿Tú y yo?
—Sí. Esta noche yo soy su caballero, joven signorina.
—Te pareces a tu abuelo —menea la cabeza, pero coloca su mano libre sobre mi brazo y se muestra conforme con mi repentino plan.
Cuando por fin vuelvo al piso y me meto en la cama (después de decirle a Iván que estaba con mi madre y cerrarle la puerta en las narices), me quedo trasteando con el móvil. Me quedo mirando la foto que Emilio nos ha hecho cuando he ido a dejar a mi madre en casa. Sale abrazándome por la cintura y exhibiendo con una enorme sonrisa la rosa que le he comprado a un pakistaní que ha entrado en el restaurante. Aunque la imagen está como naranja por la luz del salón, me gusta. La escojo para que sea mi foto de perfil en la mensajería instantánea.
Estoy a punto de apagar el teléfono para dormir cuando me llega un mensaje de Fran.
Estáis guapísimos. Yo también quiero una rosa. 

sábado, 26 de enero de 2013

Romeo - XXIII



 Me quedo unos segundos paralizado, mirando su mano como si fuera la primera vez que la veo. ¿Esto es… una tregua? ¿Algo así? ¿Un nuevo comienzo?
Al principio desconfío. Si tengo que ser completamente sincero conmigo mismo, no sé por donde coger la situación. Me parece un chaval de lo más extraño. Bipolar, a lo mejor. No es normal tener estos cambios de actitud tan bruscos.
Evalúo la distancia que nos separa y cómo su mano se mantiene en el aire. Asciendo la mirada hasta clavarla en sus ojos, y vuelvo a observar su posición.
No entiendo nada.
Entonces reparo en que está sonriendo. Es una sonrisa bonita. Parece, incluso, sincera. Y decido confiar, más por instinto que por seguridad en su persona (y porque, todo sea dicho, me parece una sonrisa increíble).
—Romeo —le estrecho la mano—. Y ahórrate preguntarme el por qué del nombre —añado con cierto retintín—. Es una historia horrible.
Ahora no me cuesta tanto hablar con él. Esa súbita explosión de rabia parece haberme relajado. Estoy más tranquilo, aunque no puedo evitar que su contacto me haya turbado. Su piel es cálida, sorprendentemente agradable teniendo en cuenta su habitual frialdad. Resulta extraño.
—No se dicen esas cosas si no quieres que te pregunten —se encoge de hombros—. Por obligación moral, me lo deberías decir —comenta con un aire chulesco a la par que divertido.
Dejo escapar una risa. Es curioso que a pesar de las situaciones que nos han rodeado desde nuestro primer encuentro, hagamos ahora como si fuera, de verdad, la primera vez que nos vemos.
—Te podrás imaginar por qué —le digo, resignado.
—Todavía no soy adivino.
—¿Romeo y…? —intento darle una pista.
—¿Romeo y… su complejo de enano? —suelta cómodamente.
Abro la boca, pero no me sienta mal.
—Qué capullo, ¿no?
Le debe hacer gracia que use tacos, porque amplia su sonrisa. Dirige su mirada hacia el parque.
—Es lo que hay.
Resoplo y observo su silueta recortada por el tibio sol. Parece una estrella del rock. Incluso ese aire de alma atormentada, amargada, le dan un punto extrañamente atractivo. Vuelve a mirarme, y le sostengo la mirada durante unos segundos. En esta ocasión, sin embargo, guardamos silencio.
Hasta que un grito interrumpe nuestro contacto visual.
—¡Romeooo!
Reconozco la voz, y me giro. Al pie de las escaleras aparece Alessandra. Tiene la cara congestionada, y se aproxima hacia nosotros mano en el pecho.
—Joder, Romeo. Lo siento un montón. Mi madre me ha mandado a hacer unos recados y me he empanado. Te he llamado, pero no llevabas el mov… —se detiene al alcanzarme y comprobar que no estoy solo. Mira a Giulio sin saber muy bien cómo actuar—. Esto… Ehm, eso —se decide a añadir al final.
Abro la boca decidido a explicarle lo sucedido, pero Giulio se me adelanta:
—Yo ya me iba.
Le dirijo una mirada llana, sin saber qué sentir por su confesión. Alessandra, captando mi postura, retrocede:
—Sí, ahm. Yo… te espero ahí, Romeo —añade, y baja las escaleras sin dejar de lanzarme miradas extrañadas y curiosas.
Suspiro, sin saber muy bien cómo despedirme de él. Ha sido una velada interesante, y no me importaría continuarla. Pero sé que Alessandra me necesita y para mí eso es lo primordial.
—Bueno, pues… —digo, y noto cómo la timidez vuelve a apoderarse de mi garganta.
—¿Te parece si nos volvemos a cruzar otro día?
Su pregunta me deja anonadado. Esta vez, por fortuna, no tardo tanto tiempo en reaccionar.
—Vale.
—Bien.
Y, sin decir nada más, se da la vuelta y baja las escaleras con la guitarra trotando a su espalda. Mientras lo veo alejarse, no puedo borrar de mi cara la estúpida ilusión que se refleja en ella. Tardo unos segundos en recuperarme de todas las sensaciones, y llego hasta Alessandra.
—Qué locura —resoplo, me revuelvo el pelo y parpadeo intentando asimilar todo lo que ha pasado.
—¿Tienes algo que contarme? —me acribilla, mientras sigue la figura de Giulio alejarse por la calle.
—Quizá.
Sigo el rumbo de su mirada.
Giulio es un completo misterio para mí.
Pero, qué le vamos a hacer, me encanta. Sorprendente e irremediablemente.

martes, 25 de diciembre de 2012

Giulio - XXIII


Mi primer impulso es arquear la ceja y poner cara de asco. Definitivamente este chaval es idiota.
—Pero si no tienes ni idea de dónde voy, y yo tampoco. ¿Qué vas a ayudarme buscar? —estiro el brazo tan bruscamente que, por un momento, me asusto porque parece que le vaya a tirar el móvil a la cabeza.
Él se encoge, como una tortuga, y mete las manos en el bolsillo de su sudadera. Mira el pavimento y murmura:
—Bueno, lo siento.
Me muerdo el labio. Guardo el móvil y me aprieto los dedos contra el entrecejo; suelo hacerlo cuando estoy nervioso. Por mi cabeza, se pasea mi madre. Y Fran. Suelto el aire bruscamente y dejo caer los hombros.
—Perdona. No… no va contigo.
Y lo pienso de verdad. Estoy que echo humo porque el gilipuertas de Iván Johnny me llamó tres paradas antes de la que tocaba y yo, claro, me bajé del metro. He ido caminando sin rumbo por calles que no conozco, y ahora estoy perdido con la única persona con la que no quiero estar. Aunque de eso él no tiene la culpa. Tampoco tengo por qué portarme como un capullo.
Él vuelve a encogerse de hombros, pero no me mira.
—No pasa nada.
Meto las manos en los bolsillos yo también. Nos pasan los coches, el ajetreo de Roma en general, con el ruido y el barullo; eso hace que el silencio sea menos incómodo. Nos quedamos un rato callados hasta que a mí se me ocurre una de las frases más inteligentes de este universo:
—¿Has comido ya?
Aunque un poco chocado por el ímpetu de mi pregunta, niega con la cabeza y nos ponemos a buscar el local de pizza al taglio más cercano. Mientras esperamos nuestras porciones en el mostrador, me doy cuenta de que es considerablemente más bajito que yo, y tirando a enano. Tampoco es que yo sea un geyperman, todo lo contrario. Pero digamos que es la primera vez que le miro de verdad.
Y tiene un día negro. No sé qué será, pero tiene cara de entierro. No me nace preguntarle nada; bastante tengo ya con mis propios quebraderos de cabeza.
Sentados en las escaleras del edificio de un banco, comemos en silencio. Ninguno dice una sola palabra. Lo veo jugar con la servilleta, por el rabillo del ojo. Está nervioso, y me está poniendo nervioso a mí también. ¿No podría estarse quietecito? Resoplo y miro para otro lado, apoyando la barbilla en la palma de mi mano. Entonces, me llega su vocecilla ridícula:
—¿Desde cuándo… tocas?
—Desde siempre —contesto, mecánicamente, y sin quitarme la mano de la boca. Vuelve el silencio. Me viene a la mente Fran, otra vez. Ella, probablemente, querría que yo fuera amable con el chaval. Ese pensamiento hace que se me revuelva el estómago. Siento que tengo que preguntarle también —: ¿Y tú desde cuándo… bailas?
—Desde siempre —dice, igual de mecánico que yo.
No puedo evitarlo, se me escapa una sonrisa sonora. Qué rencoroso. De acuerdo, supongo que me lo merecía. Cuando vuelvo la cabeza, descubro que me está mirando con unos ojos que no sé descifrar.
—¿Qué? —le increpo.
—No… nada. Pensaba en que… bueno, me resulta curioso que no dejemos de cruzarnos. Quiero decir, Roma es grande…
—Dios, no lo menciones. Parece que hayas cogido el maldito gusto de seguirme a todas partes —refunfuño, mientras me froto la cara—. A todo esto, ¿tú qué haces aquí?
Coge aire y lo suelta en un suspiro muy dramático. Mierda, acabo de abrir la caja de Pandora. La explicación tiene pinta de ser larga. Y yo no quiero que me lo cuente, en realidad. Era una pregunta retórica. Pero no puedo hacer nada por evitar el derramamiento de palabras; ahora me toca ser cívico y asumir las consecuencias de mis actos. Joder, yo hoy llevo la negra.
—Es por una amiga. Lo está pasando bastante mal por culpa de un chico. Bueno, de un chico, que también es mi amigo. Se gustan… pero… él no lo está haciendo demasiado bien. Ella sufre mucho. Está fatal. Yo… venía para hacerle un poco de compañía. A levantarle el ánimo, ya sabes. Vive ahí, justo enfrente. Habíamos quedado aquí pero… no creo que vaya a aparecer.
—Qué poético —me mofo—. O sea, que has venido a hacer de pañuelo de mocos de una persona que ni te va ni te viene, básicamente por que sí. Qué noble. Me vas a hacer vomitar.
—Es lo que hacen los amigos —replica.
—No me vengas a dar lecciones de amistad, chaval. Te saco unos cuantos años y creo saber algo más de la vida, gracias —me voy a levantar, voy a coger mi guitarra y me voy a ir. No quiero estar cerca de él.
Me levanto y le doy la espalda. Me marcho. Ya le he dado la oportunidad, no quiero que nadie me sermonee sobre nada. No quiero volver a verlo. Sea lo que sea aquello que me cabrea cuando lo tengo cerca, quiero que desaparezca.
—¡Dios, no entiendo cómo alguien tan dulce como Francesca puede relacionarse con una persona como tú! ¡Eres insoportable!


Me doy la vuelta y me quedo mirándolo. A los ojos. Se ha puesto de pie, con los puños cerrados, y una expresión que no le había visto hasta ahora. Está enfadado. Tiene cara de “estoy hasta los huevos de ti”. Tiene, exactamente, la misma cara que yo. Entonces, como un relámpago, vuelvo a verlo bailando y representándome a mí mismo encima del escenario.
Algo retumba en mi estómago. Sube por mis pulmones, muy deprisa, y trepa por mi esófago hasta resonar en mi boca y salir. No puedo evitarlo, y me echo a reír. Sin malicia, sin recochineo. Es que me divierte de verdad ver que, por un momento, el crío maravillosamente educado y sentimental se ha transformado en una persona como yo.
—No eres siempre tan agradable y educado, ¿eh?—me río, antes de que él pueda reaccionar.
—Contigo es imposible. Eres odioso.
—Mucha gente lo piensa —digo, y sigo sonriendo. Acabo de descubrir que me encanta sacarlo de quicio. Y que, en realidad, puede que tengamos algún tipo de conexión—. Pero no todo el mundo lo dice. Me gustan las personas sincercas.
Le lanzo la mano hacia delante, con una sonrisa que se columpia entre el chiste de la situación y un pequeño porcentaje de mí que realmente está contento, por haber descubierto en ese cuerpo raquítico una parte de mí mismo.
—Hola. Me llamo Giulio. 

jueves, 20 de diciembre de 2012

Romeo - XXII


Me pego con un sonoro cabezazo contra la ventana del autobús.
—Auch… —murmuro llevándome una mano a la sien, y lanzando una mirada frustrada hacia el conductor que, como la mayoría de los italianos, disfruta jugándosela con la muerte cada vez que se sube a un vehículo de cuatro ruedas.
Debe ser la resaca, pero estoy realmente apático. Lo noto. Y eso que yo soy una persona alegre… o, al menos, lo era. Suspiro largamente y jugueteo con los cordones de mi sudadera a rallas. Sé que me comprometí a sacar a Alessandra de su casa fuera como fuera, pero en el fondo lo que me gustaría es que alguien me animara a mí. Debe ser la resaca –eso me esfuerzo en pensar-, pero en mi mente sólo está Giulio.
Creo que es masoquismo. Es evidente que no soy para él nada más que una distracción, una manera de pasar el rato. La realidad es que yo soy el problemático, el tarado. El que no se puede olvidar de su mirada. Sólo pensar en la última vez que nos vimos hace que se me erice el vello de la nuca… Aunque quizá tenga algo que ver el hecho de que iba semi-desnudo.
Joder.
Ojalá está desagradable sensación fuera sólo la resaca.
Me bajo en la parada más cercana a casa de Alessandra, y camino por el parque en el que la he citado. Hoy está nublado, y hace un poco más de frío. Me arrebujo en la sudadera y maldigo el día, que parece haberse levantado del mismo humor que yo.
Cuando llego a la esquina, me detengo para buscarla en la acera de enfrente.
Ni-rastro.
Ahogando una maldición, me acerco hasta la parada de metro y me recuesto contra la estructura. Estoy tan absorto en mis pensamientos, que sólo el escuchar una estridente voz a mi lado hace que salga de ellos.
—¿Qué? ¿Hacia dónde…? ¿Pero no me has dicho qué bajara en…? Mira que estás capullo…
Poco acostumbrado a reacciones de ese tipo, me permito echar un vistazo al autor de las preguntas, pero el pelo le cubre tanto la cara que apenas consigo verla.
Hasta que gira la cabeza en mi dirección.
Y me quedo blanco como la pared.
Es Giulio.
Él, todavía teléfono en mano, abre la boca y se queda paralizado. Enarco una ceja lentamente, sin ser consciente de mi gesto extrañado. Ambos sabemos que es demasiado tarde para fingir habernos visto, pero ninguno se decide a saludar.
—Ahm, sí, sí, te oigo —suelta entonces Giulio y, enfadado, se dirige a la voz que le grita a través del aparato—. Ya me apaño. Sí —sarcástico, deja escapar una risa amarga­—: Ah, pues no sé… Hay una cosa llamada mapa. Para no verla con tus ojazos, cabrón.
Reprimo llevarme una mano al corazón, que late desbocado. Me ha afectado más de lo que pensaba ese amago de sonrisa, tan inalcanzable como extrañamente agradable.
Finalmente, Giulio cuelga el teléfono con un movimiento de barbilla y, tras guardarlo en el bolsillo de su vaquero, se queda mirándome.
—Ciao —consigo decir tras unos segundos que se me antojan horas. Qué-lento-estoy.
—Ei.
—Hmm, ¿qué tal?
—Aquí.
Un premio a esta conversación, en serio. Viva la elocuencia.
Antes de perder la oportunidad de perderlo de vista –no hace falta ser un genio para saber qué está intentando llegar a algún sitio-, mi cerebro reacciona y me permite elaborar una frase de más de tres palabras.
—¿Vas a otro concierto o algo así?
—Realmente, no.
Lo evalúo desde mi posición y me doy cuenta de que su rabia no está canalizada hacia mí. A pesar de nuestro último encuentro, supone toda una sorpresa.
Parece captar mi mirada estudiosa, y se apresura a carraspear:
—Voy a ver un local para ensayar, pero no me han indicado bien. Estoy… hmm, perdido. Supongo.
Es increíble, pero Giulio parece estar esforzándose en ser educado. Por un motivo que, obviamente, se me escapa.
Asiento y esbozo una sonrisa. Decido no pensar demasiado. Dejarse llevar, que dicen, por esta sensación que me recorre entero.
—Si quieres, te ayudo —me ofrezco—. Soy un completo desastre con la orientación, pero cuatro ojos ven más que dos, ¿no?

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Giulio - XXII




Con las manos entrelazadas apretándome los labios, llevo veinte minutos mirando por la ventana, pero sin ver nada realmente. Tengo los apuntes desperdigados por el cuarto, los planos de unas cuantas prácticas de dibujo que tengo que terminar, una memoria a medias en el portátil, la guitarra al lado, apoyada en la pared, y la música puesta. Lo he intentado todo para distraerme, pero no me puedo quitar de la cabeza la llamada perdida en el teléfono. 
Romeo me llamó. Además, de madrugada. A saber qué querría. Tamborileo en la mesa, miro por enésima vez el móvil, en la mesita de noche (casualmente lo más lejos de mí que se puede) y resoplo. Me veo en el reflejo.
Ese niño me tiene intrigado de verdad. Todo me da vueltas. ¿Pero tanto me importa? ¿Tanto me preocupa? Me recorre un escalofrío. ¡Claro que no! Me importa un carajo lo que ese crío haga o deje de hacer. Me levanto de golpe y me voy a la cocina. Le pego un trago al zumo austríaco de manzana y apoyo la frente en la puerta de la nevera.
Lo que debería hacer es calmarme. Y bajar al TuoDi a por más mejunje austríaco. Me quito las gafas y me froto los ojos. No me lo saco de la cabeza. Maldito crío. No sé qué es, pero me provoca una sensación… extraña. Nunca había sentido nada parecido. Es como si mi cuerpo tuviese la necesidad de tenerlo delante para patearle el culo. No entiendo nada. Pero nada de nada. Vuelvo a mi cuarto y cojo el teléfono. Ahí está, una llamada perdida de Romeo de la madrugada del concierto.
Todo viene a mi cabeza. Su cara de idiota mirando mis dibujos en el Coliseo, su cara de memo cuando me tiró el cubata por encima en Bacanal, su cara de imbécil contrariado cuando lo tuve delante, después de su recital, y dije que no lo había visto en mi vida. Aquel maldito recital. Repaso mentalmente su actuación. Desde luego, nadie podría haber representado mejor cómo me siento. Y eso… eso no puede ser del todo malo. También recuerdo las palabras de mi madre y su insistencia en que le dé una oportunidad a este chico que, por casualidades de la vida, no dejo de encontrarme.
Me tumbo boca arriba, sin soltar el móvil.
Yo no creo en el karma, en el destino, en nada de eso.
Desbloqueo la pantalla y vuelvo al registro de llamadas. Detengo el pulgar sobre su nombre. Romeo. Mira que es ridículo.
No creo que todo tenga un motivo. Lo de este chico es casualidad. Pero…
Cierro los ojos y pienso en mi madre.
¿Pero y si esto no fuese una casualidad?
El berrido de mi teléfono me corta el momento melodramático. Tengo el cacharro tan cerca de la oreja que cuando suena me destroza el tímpano. Se me escapa un taco y miro la pantalla. Es Iván. No puedo evitar un gruñido. A saber qué tripa se le ha roto.
De muy mal humor, descuelgo.
—¿Qué mierda quieres ahora?
—Yo también te quiero, capullo —me responde, con toda su tranquilidad—. ¿Estás haciendo algo muy interesante?
—No, nada que valga la pena —resoplo, y dejo las gafas en la mesilla—. ¿Qué me ofreces?
—He encontrado un sitio que alquila locales. Para ensayar y eso. Estaría bien salir del garaje de Marco y pagarse un sitio decente, que parecemos adolescentes americanos con granos. ¿Te vienes a verlo?
—Bien —me pongo de pie y, mientras sujeto el móvil con el hombro para quedarme con las indicaciones, me voy poniendo las zapatillas. Cojo la chaqueta y miro por la ventana. Está nublado, gracias a Dios. Me enrollo la bufanda al cuello y juego con mis llaves antes de metérmelas en el bolsillo—. Iván, me estoy liando. ¿Cuándo llegue al cruce me voy a la izquiera o a la derecha? ¿O directamente pregunto?
—Mira, no te líes. Tú vete a Termini y espérame allí. Cuando te haga una perdida, te metes en el siguiente metro que pase.
—De acuerdo. Ahora te veo.
—¡Giulio! Tráete la guitarra y probamos la acústica. El tipo que lleva esto es muy majo y nos deja ver qué tal funcionamos.
—¿Y me tengo que llevar el ampli también?
—No, nos presta uno.
—¿Eléctrica o acústica?
—Lo que te rote.
—Acústica.
—Mariquita —se ríe.
—¿A que no voy?
—Que es una broma. Qué buen humor tienes, jodido.
—Ahora te veo. Que te den —le cuelgo y enfundo el teléfono en mi otro bolsillo.
Me cuelgo la guitarra al hombro, hago un repaso mental y salgo de mi piso. Bajando las escaleras de Furio Camillo, voy censurando a mi mente para que no piense más en Romeo. Odio reconocerlo, pero ese chaval me descoloca. En mis orejas suena Black Stone Cherry, y me dan extraños escalofríos cuando escucho al letra de Hell and high water. Justo antes de meterme en el metro, miro el teléfono otra vez, con el mismo nerviosismo con que lo miraba en la habitación.
I can lose a damn war all by myself if you were on the other side.
Trago saliva. Ma… che cosa?
He estado a punto de llamarlo; no me lo creo. Suspiro y me devora el subterráneo. Madre mía, qué poco me ha faltado para cagarla espectacularmente.